Sheyla Assaf convirtió un pequeño local en Bucaramanga en una joyería de talla mundial, guiada por la fe, la berraquera y el amor por su tierra.El calor en Bucaramanga, en 1979, no daba tregua. En la carrera 33, entre vitrinas sencillas y el ruido del tráfico, un pequeño local de 30 metros cuadrados escondía algo que la ciudad no había visto antes: una joyería de puerta cerrada y aire acondicionado. La dueña, una joven de apenas 22 años llamada Sheyla Assaf, recibía a sus clientes con una sonrisa y una idea que, para muchos, era un salto al vacío: traer a Bucaramanga las marcas más prestigiosas de joyería y relojería del mundo sin que la gente tuviera que viajar al exterior.
“Queríamos que la experiencia fuera distinta”, recuerda. “No se trataba solo de vender, sino de que el cliente sintiera algo especial desde que entraba”.
Pero para llegar hasta ese momento, Sheyla había recorrido un camino espinoso.Sheyla creció en una familia de origen libanés dedicada al comercio. Su padre, dueño de almacenes, le enseñó desde niña que el trabajo era una herencia tan valiosa como cualquier fortuna. Fue en ese entorno donde conoció a Jorge Azuero, un joven joyero que iba a comprar telas. “Una vez, mi papá lo llevó a la finca… y ahí me conoció. Fue un flechazo”, cuenta, sonriendo.
Se casaron cuando ella tenía 18 años y él 26, pero la vida no empezó con cuentos de hadas: Jorge estaba quebrado.
“Nos tocó arrancar desde cero. Montamos un desayunadero abierto 24 horas. Atendíamos a todos los borrachitos de la ciudad. Cinco años estuvimos ahí, pagando deudas. Fue durísimo, pero necesario. Cuando por fin terminamos de pagar, le dije a Jorge: ‘Ahora sí, alce la cara y vamos para adelante’”.
Jorge quería volver a su oficio de joyero, así que empezaron a reunir dinero. Consiguieron un socio y, en 1979, abrieron el pequeño local en la carrera 33. “Fue la primera joyería en Bucaramanga con aire acondicionado. Las vitrinas no eran metálicas, eran elegantes… y eso, en ese tiempo, era un lujo”, recuerda Sheyla.
La visión siempre fue crecer, pero no a cualquier costo. Compraron locales en el Centro Comercial La Quinta, aunque Jorge dudaba de la ubicación. “Yo siempre tuve la esperanza de venirme a Quinta Etapa. Él no quería, pero yo estaba convencida”.
En el año 2000, lograron trasladar la joyería por fin al centro comercial. En el tercer piso permanecieron 25 años. “Fue un tiempo de consolidación. Pero llegó el momento en que nuestros hijos empezaron a empujar el barco y a soñar más grande que nosotros”.
Hoy, André Laurent ocupa un espacio de 525 metros cuadrados, algo que no existe ni en México ni en Latinoamérica, según el vicepresidente mundial de Rolex, quien visitó el local el año pasado. “Es impresionante lo que han hecho aquí”, les dijo.
Las vitrinas exhiben marcas como Rolex, Chopard, Hublot, Roberto Coin y Damiani. La exigencia de estas firmas internacionales impulsó la transformación del negocio: “Rolex nos dijo que no podía estar en un lugar sin lujo. Fue el empujón que necesitábamos para dar el salto”.
Los tres hijos de Sheyla y Jorge dirigen hoy la empresa: Sheyla maneja los talleres e inventarios, Jorge Andrés, el área comercial y la menor, Daniela, las finanzas.
Un legado social
Hace más de 35 años, Jorge fundó La Posada del Peregrino, una obra social que hoy alimenta a 350 personas en situación de calle cada día y ofrece educación y cuidado a 70 niños hijos de madres cabeza de familia.
“No recibimos un peso del gobierno, vivimos de la generosidad de la gente. Yo organizo rifas, torneos de golf, pido donaciones… No me da pena, porque no es para mí, es para los niños”.
La comunidad de Emaús también ha sido clave. “Ahí conseguimos padrinos para los niños. Es una bendición”.
Cuando se le pregunta por la esencia de la mujer santandereana, Sheyla responde sin titubear: “Somos guerreras. No tenemos miedo de echar para adelante, aunque el camino sea duro. El que lucha, alcanza la victoria”.
Su fe es la base de todo. “Yo siempre pongo mis proyectos en manos de Dios. Si Él me dice que sí, yo obedezco. Y Dios nunca me ha fallado”.
Incluso en momentos de incertidumbre económica, Sheyla ha mantenido una postura firme: “No soy de las que saca la plata del país. Hay que quedarse, luchar y ser optimistas. El pesimismo no me lo nombren”.
A los clientes que la han acompañado durante 45 años les agradece con el corazón: “Gracias a ustedes estamos aquí. Ahora les toca a mis hijos seguir con el barco”. Y a las mujeres de su tierra les deja un mensaje claro: “Nada nos atemoriza. Cuando uno está pegado a Dios, todo fluye. Hay que luchar, porque el que lucha siempre alcanza la victoria”.
En cada joya que brilla en André Laurent y en cada plato servido en la Fundación, la historia de Sheyla Assaf confirma que la verdadera riqueza está en hacer brillar a los demás.
Tomado de Vanguardia.